EL RACIOCINIO COMO SUPRESOR DE LA EXPERIENCIA ROMÁNTICA:
El chispazo inicial es intuitivo (reptiliano/instinto) y desencadena un torrente emocional (límbico/emoción) que cristaliza en el sentimiento que definimos como enamoramiento. Si bien la emoción debe de ser interpretada, lo cual es un ejercicio cognitivo, no se considera racional ni es obra del neocórtex porque no existe un ejercicio consciente, dado que la interpretación es automática.
Ejemplo: si me encuentro un oso, el miedo nace de la interpretación como amenaza que hace mi cerebro, pero no me he “parado a pensarlo”. Dada la intensidad del enamoramiento, y en pro de recuperar la homeostasis, no perdura (tratemos de imaginarnos un trastorno ansioso crónico). Una vez se extingue, la relación concluye o continúa, pero en este último caso con el amor como nexo y sustento.
Si el amor no es fruto del análisis (neocórtex), la triada emocional será por naturaleza más sensible y afín al amor que la triada mental. Por sensible entendemos no solo una capacidad perceptiva sino una susceptibilidad a sufrir cambios, esto es, una persona racional (“fría” si se quiere) es menos vulnerable y más resolutiva al controlar (que no contener) la irrupción del amor en su psique.
Culturalmente dotamos al amor de una trascendencia que roza lo metafísico. Más de un filósofo afirmó que no es más que un impulso biológico que maquillamos para distinguirnos de los animales. Sea como fuere, su misticismo responde a la ambigüedad, dada la complejidad para describir algo que para muchos se torna irremediablemente inefable.
Así, la triada emocional se ve superada (con gusto o a disgusto) por una fuerza incontenible. Pero todo aquello que no es contenible, no es comprensible y que por tanto no es controlable, genera una incertidumbre que puede incomodar al analítico. Si un literato sabe apreciar la belleza de lo desconocido, un matemático ha nacido a resolver incógnitas.
Sin embargo, analizar el amor es una distopía. En primer lugar (a priori) por la imposibilidad ontológica de tal empresa, y en segundo, porque en caso de lograr lo imposible mataríamos al amor. En la misma línea, tratar de explicar a Dios (creencia) por medio de la ciencia (hechos) es tan absurdo como pretender mezclar agua y aceite, pero de conseguirlo, acabaríamos con él. Si demostramos que existe, y por ende lo entendemos, ya no sería Dios, porque Dios es por definición incomprensible para el hombre (infinitud vs ser finito y limitado); y si demostráramos que no existe, poco queda por añadir.
La triada/individuo mental utiliza la razón y el análisis como vehículo para comunicarse con el mundo. Por tanto, lo no comprensible lo estresa, y su remedio racional pasa por fragmentar y encasillar la experiencia amorosa, lo cual acaba con ella en el proceso.
A este respecto, Yual Noah Harari nos definió como meros algoritmos bioquímicos, dando un golpe físico lapidario a la metafísica romántica de la que nos gusta rodearnos. Lamentablemente, no hay magia si sabes el truco. En definitiva, la experiencia romántica escapa de todo aquel que pretende analizarla.
Así como es un oxímoron hablar de matemáticas emocionales, tratar de analizar el amor es acabar con él. Por tanto, una personalidad excesivamente analítica presentará graves dificultades – quizás insalvables – para disfrutar de la experiencia romántica. Con esto no decimos que una persona racional no pueda amar, sino que en casos extremos su raciocinio puede diluir el amor tal y como comúnmente lo entendemos.
Juan Isidro Menéndez, Director de Residencia Geriátrica, Coordinador de la Comisión Nacional de Geriatría perteneciente al CGCTO, Docente, articulista vocacional y lector asiduo. Colaborador en diversos proyectos de índole social e investigadora.
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